viernes, 7 de noviembre de 2008

1. CANCIÓN DE W.H. AUDEN Y ELEGÍAS

Poemas y elegías
POR JOSÉ JOAQUÍN BLANCO




RECONOCIMIENTO: En este libro se recopila, con algunos retoques, buena parte de mi trabajo poético posterior a 1970, y que apareció originalmente en Andamios del día (UNAM, 1975), La ciudad tan personal (CEFOL, 1976), Poesía ligera (El Mendrugo, 1976), La siesta en el parque (UNAM, 1982), Poemas escogidos (Penélope, 1984), Elegías (Quinqué, 1992) y Garañón de la luna (UAM, 1995). Los poemas se publicaron por primera vez en diversos periódicos y revistas, sobre todo en Punto de Partida, El ciervo herido, Siempre!, Revista de la Universidad, Nexos, La iguana del ojete, Etcétera, y en los suplementos culturales de Unomásuno, La Jornada, El Nacional y La Crónica de Hoy.


ÍNDICE

CANCIÓN DE W. H. AUDEN

ELEGÍAS
Elegía de San Ángel
Segunda elegía
Tercera elegía
Cuarta elegía
Quinta elegía
Sexta elegía
Séptima elegía
Octava elegía
Novena elegía
Décima elegía

GARAÑÓN DE LA LUNA
Negaciones
Laberintos
Verde la sirena
Besar la luna
Todavía
Minutero liquido
Limpio aire de la mañana
Sebastián
Muchacho mar
Garañón de la luna
Ciega luna
Cristal de luna
Coatlicue aérea
Abracadabra
Imantados peces
Catedrales sumergidas
Barco de luces
Sirena sardina
Ojos como gajos
Arpas del frío
Sandalias de la bruma
Máscaras de éter
Arde un ángel
Paisaje a toda vela
Lluvia víbora
Graznan llamas
Fogata en verde
Bebedor de brumas
Liras
Nocturno de Juan Lorenzo
Oleaje de muchachos
Verano del 91
Canción de Cesare Pavese

LA SIESTA EN EL PARQUE
Poema del caracol
Poema de los búhos
La siesta en el parque
Letanía de pájaros
Poema del gato
Segundo gato
Arcadia
Bucólica
Ver el mar
La ciudad tan personal
Cazadores de cabelleras
Mariposas
Gandayitas
Echado sobre el pasto
Rimado matutino
Esquinas
El muchacho del corazón rabioso
Profecía de Xitle
Sweeney sedens
Canción de ayer
Práctica mortal
La maquina de pensar
Siempre listo
Maitines
Canción desvelada
Acción de gracias
Poemas del agua
Muchachos
Brindis de medianoche
Venadito
Se van los dioses
La palabra tú
Confesión forzada
Consejo sentimental
Comenzar el día
El juez intenta disuadir a los divorciantes
Canción de Natanael
Canción de André Gide
Canción de Ezra Pound
Nocturno constante
Lectura de Villaurrutia
Mirar dormir
Once de la noche
Transilvania
Azoteas
Letanía de marineros
Nocturno bar, nocturnas coristas
Dancing
Buenas noches
Noche cerrada




CANCIÓN DE W. H. AUDEN

Con una gorra de estudiante en invierno
y mordiendo el barómetro como un lápiz,
viajas dentro de tu cuarto, cortinas cerradas,
por mapas laberínticos como croquis industriales.
Aventurero de los siete mares, has llegado:
Este risco es el edén. Naufraga aquí.

Se trata de perder; que triunfen los codiciosos
y los demagogos, con sus trofeos de hojalata.
No existe qué ganar en estos muelles de carcoma,
sino el combate que se libra y el día que se apaga.
Este risco es el edén. Naufraga aquí.
Aventurero de los siete mares, has llegado.

Te cuentas cuentos de aventuras, ¿y las cotizaciones
bancarias, los horarios de tren, los deportes televisados?
La realidad no se cuenta cuentos de aventuras,
sino radiografías, tasas de interés, encefalogramas.
Aventurero de los siete mares, has llegado:
Este risco es el edén. Naufraga aquí.

Se gana el día de hoy a cada batalla en que se pierde
el propio día de hoy. En cada batalla librada
pierdes una más que librar. Nada se llama victoria.
La realidad no se cuenta cuentos de aventuras.
Este risco es el edén. Naufraga aquí.
Aventurero de los siete mares, has llegado.

Sea tu oficina una isla del sur. El trabajo rutinario
—también los altos guerreros se aburren— tus anabasis.
El bísquet del desayuno sea el manjar de Circe
con la cercanía del amor, del gato y los compadres.
Aventurero de los siete mares, has llegado:
Este risco es el edén. Naufraga aquí.

En tu azotea de tuberías, antenas y chimeneas,
apenas chirria el tedio de un amanecer lluvioso.
Tanta imaginaria epopeya ahora chirria en tus nervios.
Tus hazañas que no existen te sonríen. Vuelve a tu cuarto.
Este risco es el edén. Naufraga aquí.
Aventurero de los siete mares, has llegado.

Hay que volver siempre a Ítaca, desde alguna parte.
No existen otras partes, tu cuarto siempre es Ítaca.
Hay que soñar lo que no es Ítaca para regresar a Ítaca.
Vuelves al fin en ti, tras tus derrotas en ninguna parte.
Aventurero de los siete mares, has llegado:
Este risco es el edén. Naufraga aquí.

Aventurero de los siete mares, has llegado.
La torpe realidad es todo lo que tienes: aprende
a torpemente amarla, como a tu torpe cuarto.
Este risco es el edén. Naufraga aquí.
Son pequeños y rápidos los frutos de la vida,
aprende torpemente a saborearlos, que se pasan.
Olvida ya tus siete mares, naufrágate.





ELEGÍAS
A MANUEL FERNÁNDEZ PERERA

Yo andaba, andaba, andaba
en un andar en andas más frágil que yo mismo,
en una ingravidez transparente y dormida
suelto de mis recuerdos, con el ombligo al viento...
Mi sombra iba a mi lado sin pies para seguirme,
mi sombra se caía rota, inútil y magra;
como un pez sin espinas mi sombra iba a mi lado
como un perro de sombras...
EMILIO BALLAGAS: Elegía sin nombre

Y errar, errar, errar a solas,
la luz de Saturno en mi sien...
PORFIRIO BARBA JACOB: El son del viento




ELEGÍA DE SAN ÁNGEL

Eyes I dare not meet in dreams; los propios, desapasionados
ojos en el espejo.
Los conscientísimos, inteligentes ojos propios que te mandan al carajo,
cuando al azar te reflejas en el espejeante cristal nocturno de algún aparador.

Eyes I dare not meet in dreams
Eyes I dare not meet
Eyes: noche de febrero 26, 1978. Adonde quiera que camines
hallarás la introspección.
Toda la ciudad nocturna es tu consciencia en desastre.

Lo que tienes contra ti mismo te sale al paso en todas las esquinas;
se articula en juicios, te sentencia, te urge a decidir.
Tus ojos son al mismo tiempo los de Dios y los de Caín.
Arboledas del monumento a Obregón. No hay más noche que un desastre introspectivo.

La noche pasa de largo sin reconocerme: es la noche de los otros.
Ha tenido que ver conmigo; pero hoy me ve borracho, sin rasurar,
sucio, malvestido. No quiere ni mirarme; la persigo.
(En otras ocasiones me ha enfrentado a la aventura de otros ojos
como éstos que ahora pasan junto a mí, sin verme).
"Pero yo conozco la noche", me digo. "La he vivido: por lo tanto,
la viviré otras noches". Reconozco las calles planetarias.
Devuelto a la realidad, el fantasma recorre el mundo que fue suyo:
el mundo está aquí, idéntico y prosigue: "¿Cómo en él no me veo?".

Reitero mis pasos, mis miradas, me detengo y comprendo que la noche
sigue igual de viva;
sólo yo me aburro y la estropeo con tedioso andar,
enfundado en mis bolsillos, debilitado por débiles pensamientos.
(Hubo otras noches: las habrá. Alleluia.)

Pero aunque deambule por sus calles un introspectivo depresivo profesional,
que ni consigo mismo es generoso
(y que en vez de sudarlas en un baile,
hoza y chapucea en crisis confusas), aunque...
la noche, al cabo diosa, se vuelca en beneficios,
recompensa a quien otras noches supo recorrerla:
atrae recuerdos, paraísos vividos
que por haber ya existido habrán de repetirse.
(Volver, como fantasma, al mejor momento de la vida,
velarlo invisible y trágicamente:
Nessun maggior dolore, che ricordarsi etcétera.)

***
Tú también, oh malhumorado, eres digno del paraíso
cuando sepas estar limpio y desnudo.
Sumérgete por mientras en tu mierda,
úngete entre tus borborigmos, púrgate con tus pensamientos, reconócete
en tus vísceras: indigéstate —sólo así se conquista la pureza.

No supiste fingir la falsa primavera de amorcillos entusiastas;
Cupido Vivaracho no atinó en tus sentimientos;
pero yo, Venus Cuarentona, mental y caprichosa,
fetichista, escéptica, y cálida también,
y también hermosa (Sick people have such deep, sincere
attachments, etcétera),
sabré traerte veranos nuevos. Y esta promesa se da
mientras caminas tonteando en tu noche sin noche,
en tu soledad sin nobleza, en tu gelatina íntima,
en tu cuerpo sin cuerpo, en tus ansiosas miradas sin deseo:
Whoever you are —I have always depended on the kindness of strangers.

No, no es la soledad lo que se pudre, sino la difícil compañía
de no bastarse uno como cómplice;
buscar en otros la gentil respuesta que ya uno no se da a sí mismo;
de la épica y la danza caer al umbral del templo con la charola y el tilín-tilín del limosnero:
"Fe para quien ya no se toma en serio", "Amor para el asqueado".
(Al que tenga vida la será redoblada, y a quien la haya perdido
Hasta de los restos se le habrá de despojar —dijo el Señor.)

La noche te abandona para no irse al carajo como tú te has ido.
Si sólo hay Noche para quien es Noche en sí mismo, la habrá para quien lo haya sido.

***
Un beso en el bar (que se parece a un beso),
Un deseo al cruzar la calle (que se parece a un deseo),
Un cuerpo que lo es sin cursivas sólo para quien sin cursivas sepa serlo,
todos forman una falsa noche paralela
que ha dejado de intentar la noche... para sólo parecérsele.

Hoy no soy la noche, pero quiero parecérmele, representarla.
Eyes I dare not meet in dreams.
Apostar máscara contra máscara en un juego ficticio con empate.

La noche cerrada: el cuerpo es un tronco: la mente, guiso crudo:
No hay herida: la noche pasa de largo...
Y la veo sin ojos, con una mueca:
Dos muchachos se encuentran y comienzan. Alleluia. Alleluia.
No soy yo quien comienza, no soy yo quien encuentra
pero los veo con mi mueca, con la mueca de una mueca.

La noche es generosa: hay recuerdos.
(Otras noches fui yo el protagonista de esta esquina
y otros pobres me miraron con sus muecas.
Hubo cosas comenzadas, alegrías.)
Húndete en la mierda de tu descontento;
así fue Eleusis, así la espiga.

***
El amor no se pierde, si vivido.
Ve a arreglar tu casa, a encender tu fuego,
a recordar lo que pueda darte impulsos;
otra noche saldrás con la noche contigo:
los recuerdos en flor germinan espigas exteriores.
Espigas exteriores.

La noche se reitera en faroles, en el asfalto mojado.
Se parece a otras noches que fueron mundo.
Noches felices agradecerán a esta inhabitada noche del sin, del nadie, del no-estar consigo.
Se renace entre los propios borgorigmos.

Pero cuánto, en otros, esta hermosa, justa, imparcial noche benéfica,
se desborda en los amantes y en sus lechos.
Se oyen confesiones, dudas, inicios.
Qué maravillosa la noche de los otros.

He llegado a casa. Desde mi ventana agradezco a la noche el recuerdo,
la esperanza realizados esta noche en otros hombres.
Sospecho en departamentos contiguos
el sordo rumor de cuerpos que se juntan.


SEGUNDA ELEGÍA

Should we ever feel truly lonely if we never ate alone? Amigos, amigos: Should we ever...?
Ya no hablo en mis poemas para un Tú. Sucede que uno deja de andarse enamorando como un perro de un Tú o de otro o de otro y suman cero. Seas amante, amigo, quimera, escucha: seas quien seas, te quiera o no, te haya querido o valga madre: el Tú ya no existe más. Ya no lo venero. Tomo otro trago en el bar y dulcemente sé que ya no lo venero.
Seas quien seas tú, ahora o en veinte años, no codiciaré tus raíces; otro trago más y lo juro: ya ningún encanto, ninguna rabia, ninguna maldita confusión me sacará de mis casillas. La codicia a raya: tú y tú y tú momentáneos: ustedes. ¡Cómo se aligera el aire!
En cada una y en todas las cosas, ustedes: amigos. Tú el lechero y tú mi madre y tú el mejor amigo de mis poemas; tú mi amante y también dolorosamente el de otros. Todos los vecinos y hasta los diputados. Ustedes.
O nosotros. Porque todos estamos solos. Y la peor soledad es no aceptarlo.
Siempre tú y contigo y sin la codicia de respirar ajeno, de arraigarse en ajeno, de salvarse del naufragio en tabla ajena, de coger bastón o guarecerse en otro. Todos solos: ustedes.
Amigos, amigos: Should we ever...!

Estoy comiendo solo como un loco. En la soledad somos felizmente locos, bárbaros, trogloditas. A la chingada los cubiertos y la mesa, y uno come de pie junto a la estufa sin dejar de leer ni de rascarse los sobacos.
Aprenderse solo es como crear la selva que pare y extermina civilizaciones.
A los veintiocho años apenas descubro la soledad. ¿Cómo, si siempre ha andado conmigo, no la había visto tan hermosa?
Antes la odiaba como a un perro lastimoso que no te deja libre y te hace creerte triste, o incomprendido y desesperado. Lobezno con ojos fijos de codicia en busca de alguien con quien salir a flote; nervioso y pálido buscando pendejadas en otras gentes: que el amigo, el maestro, el cómplice o el cariño. Y sólo pasaba lo natural; andar, como todos, solo.
Y es que al paraíso de la soledad se llega tarde y con fatiga —y leyendas de vida y amor para entretener los ocios.
De repente ahí están los otros, no en función de ti sino de todos: ustedes.
Caen los viejos mitos, los hermosos mitos, la codicia del tú-y-yo: ustedes.
En realidad uno nunca ha querido secuestrar ni saquear a nadie, y tampoco ha querido que otro se metiera a revolverle las raíces.
El solo yergue el cuerpo y está entero y más amoroso que nunca ante los otros. Es uno de ustedes. Su maravilla es estar solo y disponible y recomenzándolo todo de nuevo. Otros, en cambio, abdicaron de su soledad y se pusieron argollas, se uncieron al cepo, se alejaron de la espesa y cambiante comunidad de los ustedes.
El solo siempre puede ser otro: de ahí sus hurras de victoria.

Comer sin calcetines y rascarse el pito mientras se unta el pan con la mostaza. El plato convive con las cuartillas y ruedan entre suéteres las migajas.
Y a veces se come porque sí, atragantándose, y otras se dispone en soledad banquetes rituales y sofisticados.
Qué salvaje es comer solo y sin que te vean: qué triunfo de la selva.
Dedos manchados, mordiscos rudos, ¿qué es lo feo de mascar con las fauces abiertas, y escupir a la mitad del bocado; de toser o carcajearse en la mitad del sándwich?
Es como dormir solo. Canta, oh musa, la cama del soltero, para quien la compañía en el lecho no es hábito sino ocasión de júbilo, y se ha acostumbrado a dormir solo, a moverse libremente, a roncar y rumiar y babear y a despertarse caliente y dueño de sí en mitad de la noche.
Post coitum, homo tristis. Qué represión domesticar el sueño por respeto y miedo al que reprimidamente duerme junto. Y sí, hay dulzura.
Hay una infinita dulzura en esos acercamientos inconscientes, esas caricias, esos piropos apenas insinuados, tarareados, cuando en no sé qué lance del sueño, uno medio sale a flote menos de un segundo a tocar, a murmurar, a fortalecerse en el roce del amante, antes de sumergirse de nuevo en su naufragio solitario.
Sumergirse cada cual en mundos aparte, con la formidable fortaleza de apenas rozarse sin darse cuenta los cuerpos.

Pero estar solo en el sueño es una fortaleza más brutal. Oh la selva. Uno se recoge bajo las sábanas sin red de protección, sin guardián o cómplice alguno, y mientras se le vencen los párpados, cuántas indecentes fantasías urde con toda la culpabilidad en sus ojos.
Y si se sobresalta. Canta, oh musa, los sobresaltos del soltero, cuando despierta de pronto como arrojado cruelmente a la playa, y en ningún cuerpo vecino podrá distraer la experiencia, la fiebre, las ganas vivas de lo que en el sueño ha hecho. Y a veces ya no vuelve a dormir.
La salvaje brutalidad del insomnio. Cuando uno sabe todo lo que podría hacer, lo que incluso haría con euforia: las encendidas confesiones que se hace un insomne.
Y después de esas horas que son batallas, con cuánto cariño se protege a sí mismo, se convence de aflojarse y descansar, y cómo sonríe. Y será más fuerte a la otra noche, en que reciba junto al suyo el sueño del amante.
Canta, oh musa...

Deseoso es aquel que huye de su madre. Pero también ingenuo el que huye ávido de otros paraísos maternales.
Oh qué gran útero más que el útero es el amparo del amor; cómo cobija, y cómo nutre y acompaña.
Y sin embargo no existe. Y uno busca y se tropieza y busca y cae de bruces, y no existe. Se emborracha uno y mienta madres y no existe. Se siente uno en medio del desierto y no existe. Uno se quiere suicidar y no existe.
Y luego, primaveralmente, sobándose todavía las magulladuras del corazón, sonríe con la alegre certidumbre de que el gran útero del amor no existe, pues primaveralmente empieza uno a existir solo, sin andaderas ni úteros, y con una enorme posibilidad de verano: ustedes.
Hacia los treinta años uno es Jesucristo y le salen las barbas de Walt Whitman: ser solo, así, en la dulzura de ustedes.
Sin úteros: ustedes.
Ya ante la soledad no te jalarás los pelos, ni en el fondo de un bar te sentirás impunemente desolado.
Deseoso es aquel que busca convivir consigo mismo.
Y hay tristeza, eso sí, uno se acuerda. Uno se acuerda de las soledades del perro. Y quisiera mimarse y protegerse ulteriormente. Ama el desamparo de andar buscando úteros y —uno nunca aprende— vuelve a veces a las andadas.

Y anda mal consigo mismo, a estas alturas; y ve sus manos: están bien y están vacías, y ama su lecho de soltero: es hermoso, está desierto; y ya más dolorosamente, se empeda y gime como un perro.
Y nuevamente, como deletreo de párvulo, cierra los ojos, se concentra, saca fuerza de sí y empieza a murmurar: One'self I sing, a simple separate person...



TERCERA ELEGÍA

Por aquí pasé, entre los millones, una noche
de polvo y muchedumbre, cuando el tráfico
se amontona. Como victorias, los periódicos
voceaban en las esquinas los desastres nacionales.
La ciudad burdelesca y sus millones de tímidos
habitantes defraudados. La hora de encender
los aparatos y los puestos callejeros de comida.
Trepar en automóviles y camiones hacia otras partes.

Entre el polvo y la basura, el crepúsculo
ironizaba con sus colores de camerino de ópera;
hasta la hojalata pisoteada y los mendigos
se bruñían, por instantes decoraban sus contornos:
violáceos, púrpuras, dorados, en muslos de pantalones
ajustados; en rancios gestos de rostros introvertidos.
Anuncios eléctricos, semáforos, señales: la mierda
babélica chisporroteaba como el fusible que prende

la Gran Descompostura en cadena: "¡CÁRCEL! ¡BALACERA!
¡HAMBRE! ¡CRIMEN PASIONAL! ¡CRISIS! ¡CARESTÍA!
¡EXTRA!". Nada parecía descomponerse. Siluetas con ropa
de primera. Ágiles y mugrosos albañiles con la risa
entre los dientes. Los millones como si nada: oficinistas
melancólicos en los camiones: perfiles sobre ventanillas.
Tosí: muchos cigarros. ¿Regresar a la casa como un trasto?
Cines, bares. La calle resonaba en sus relinchos.

En alguna caseta rota marqué un número de teléfono.
Un asunto. Un amigo. Tapando la otra oreja
con la mano derecha, traté de escuchar entre los motores.
Se me iba el día: eso recuerdo: se escapaba entre
la vociferante confusión de los cruceros. Sobre los edificios,
anuncios de turismo en playas. Y en la banqueta, al margen,
yo pensaba que carajo, carajo, y no atinaba
a precisar qué diablos con la tarde, con la vida.

Eché a caminar como convulso, como todos,
por el lado de la Roma, un tramo de Insurgentes;
nada tenía contra nadie, me molestaba el saco.
A veces uno se siente una cosa embodegada.
Ceñido por la ciudad como por manta arpillera.
¿Y quién carajos te crees? ¿Un ave del paraíso?
No hay nada ya qué hacer. La hora de salida.
Sobre tu cuerpo el sueño como la funda en una máquina.



CUARTA ELEGÍA

"Qu'ils n'aillent point dire... s'y plaissant dire: tristesse... s'y logeant. Comme aux ruelles de l'amour."
SAINT-JOHN PERSE


El deambular cansado y ácido de los desabridos,
los perezosos que fatigan los suburbios mustios
de la acedía. Se chupan los dientes, escupen;
con qué cara de interminable rencor, de frío desapego
hacen la vida a un lado como cualquier pinche cosa.

Desde sus ojos impertubados, casi aristócratas,
desprecian a los que porfían: —Imbéciles.
El mundo es una mierda, ¿no te lo dije? ¡Mierda!
No vale tus esfuerzos ni tus fracasos ni nada.
Que por donde saben,
los cursis se metan sus ideales.

Igual con el país y la ciudad, con el arte; lo que sea:
—Mira el periódico de hoy, te lo venía diciendo:
¿De veras, inocente, te crees esas tonterías del progreso, je?
¿Del amor, je? ¿La revolución, je? ¿La patria, je? ¿De veras?
¡Qué más da! ¡Qué importa! Dan lo mismo esto y aquello.

Los desabridos echan su maldición sobre todo lo que miran,
hasta parecen volverlos sabios el Asco y la Arrogancia;
poderosos, incluso proféticos —a ellos, los dolorosos,
que ¡cómo desearían (si tuvieran deseos) confirmar sus gargajos
y lucirlos como adornando el desastre: —¡Te lo dije!

En su tedio, en su hastío, en su dolor sin mañana,
en su suburbio opaco de mezquindad flagrante,
los desabridos se van secando con sus sonrisas secas,
con su cinismo cínico, con su indolencia indolente
y la soledad toda aceda de vivir todos pardos.

Para mejor comprarlo, la corrupción primero entristece
al hombre. Y si ¡al carajo con uno! ¡al carajo con los otros!,
por cinco centavos y hasta chiflando un mambo,
sin pena se colabora en chingar a todo mundo:
—¡Vale madre, que se jodan, como la pinche tristeza!

Contra la tristeza, las múltiples semillas del tiempo,
las ambiciones de ir siendo lo que aún no se ha sido,
de ocupar los espacios que nos llaman a gritos;
los paraísos del cuerpo, las reverberaciones del sueño;
el afán de ir haciendo los mundos que todavía no han sido hechos,

cuya música presentimos en el silencio ritual de la sangre:
la vida, esa sirena que nos pierde en sus entusiasmos,
que nos enloquece para volvermos —al fin— nosotros mismos.



QUINTA ELEGÍA

"Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos".
VIRGILIO PIÑERA

Vidriosa pupila sin crepúsculo:
cielo como oscuridad de un cuarto,
toda la naturaleza es un ropero
y un asesinado el pellejo del mar:
No busques tu paisaje, amigo,
jamás volverás a ser tú mismo.

Quedarse atrás, en otra noche:
los ojos luminosos del amado
eran todo el espejo de este mundo;
tanta naturaleza en una camisa:
uno es mundo poco a poco y a su modo,
y de repente ya no: ya pasó todo.

Una gran desolación en la avenida;
el dinero, en fin, tan reluciente;
hay tanto milagro en una bella cabeza;
uno compra sus horas y las traga:
en un chamaco una mueca de espanto:
ya te acostumbrarás, amigo, no es para tanto.

Lejos de tus sueños, ya perdido,
nada más por ahí: a ver qué pasa:
ni mucho ni poco, sólo el tiempo;
la vida masca su lengua de trapo:
Las horas del alcohol son una maravilla;
con unas copas, hasta la luna brilla.

Digamos que las costillas en el traje
y las tripas donde baila la corbata,
y la bragueta, en fin, lírica cosa,
y los tristones zapatos relucientes:
Oscurece el cielo sin ruido,
sin ángeles, sin amigo.

Tanto delirio descuidado,
tanto apetito que perdió su objeto;
las ganas de soñar —alguien bosteza—,
tanto mosquito clarinetea en el alma:
Uno se va muriendo un poco cada día
¡pero hay días en que la tristeza se saca la lotería!

Pongámonos motu proprio la mordaza
que nos hace hablar tan razonablemente,
y pidámosle a la Vida lo que brinda,
y por favor, y a crédito, y si no es molestia:
espumoso vinagre entre los besos:
labios que fueron labios que fueron besos.

Érase un hombrecillo de entrañas de furia
y brazos como aéreos animales;
y cuando pasaba cualquier cosa, sonreía,
y entonces los árboles se ponían más verdes:
Para qué tocar puertas que (ya sabemos),
aunque se nos abran, no las merecemos.

Hay un lado muerto, un costado acedo,
una cobardía en la sangre;
un rencor de haber soñado tanto
y con tanto vigor, y ya no querer soñar nada:
Sueños hay desorbitados
y ciudadanos con sueños como gatos encerrados.

Pero también se baila y se ríe,
se coge y se poetiza;
qué bonita mañana, ¿ya la viste?,
y se anuda la corbata con mucho arte:
Con fina caligrafía uno se alisa los pelos
y vuela en el espejo cual ángel por los cielos.

Los deseos sobre los árboles,
casi nubes, tan esbeltos
y sonrientes, con tal frescura:
Ah, fantasmas recién nacidos:
Exhausto cansancio de no hacer nada
que dizque se esparce con alguna humorada.

Hay un hielo tibio, un fuego en salsa,
hay un cuerpo en tedio,
hay almas mosqueadas,
hay platos con sobras:
Las piernas son dos tripas con zapatos
y el corazón un sapo de malos ratos.

Pongámosle al homúnculo un traje de moda,
una loción discreta, un reloj de cuarzo;
démosle cuerda los viernes por la noche
con celo de homúnculo que se siente una fiera:
El corazón tiene vuelcos de telegrama,
¡que tanto mundo quepa en un rato de cama!

¡Que se grite, carajo, que se grite!
Toda la carne al asador; toda la sangre;
toda la vida al instante, toda la vida,
y toda la risa al repetir estas cosas:
A veces le entra a uno tanto miedo
de cualquier sombra que se mueva quedo.

Y como trago amargo, la garganta asqueada
va pasando su rasposo calendario;
el paisaje transcurrido fue ilusorio
y ponerse trágico a estas alturas... qué flojera:
No busques tu paisaje, amigo:
jamás volverás a ser tu mismo.

Tienes la risa fácil
de quien ríe sin ganas;
bueno, algunas sí,
y la experiencia ayuda:
toda la naturaleza en un ropero,
¿por qué no colgarse a descansar un año entero?

Vidriosa pupila sin crepúsculo,
una mirada amarillenta,
un amarillo como de media mañana:
Es un bonito color: algo es algo...
Y una gran desolación en la avenida
y en los versos que cruzan por la vida
casi sin luz, casi sin herida.


SEXTA ELEGÍA

I. MEDUSA
Quizás sin luna brava no hay fulgor
en tus cabellos, Medusa,
de reacia sonrisa adolescente;

adviene la algarabía de tus bestias
entre los colmillos del deseo
exultante, como al borde del abismo.

Ah, putilla de ojos zarcos:
asaltas a los niños en mitad del sueño
y casi sin despertar
—los tiernos ojos enarenados—
los arrojas a la escuela, con mordeduras
de serpiente tras los párpados.

Es tu fulgor, Medusa,
el otro lado del sueño.

II. QUIMERAS
Atrapados en tus cabellos
los agrios ojos de los vivos
—rojos, rápidos, instantáneos—
rebosan de mirada;
por fin se desangran, vieja noche
de laberintos sin salida:

el oscuro instante
en que reverberan
mil salidas sin salida.

Hundida en sí misma
como un trago viscoso, fermentado,
la ciudad florece,
víscera calcárea,
bruja vieja cabalgada por quimeras;
aullada y magullada
y marchita por quimeras.

(La vida prosigue estúpida y fresca.)

III. AL MÁSTIL
Jadeaba roncamente
a la orilla de su almohada;
en sus labios, espuma
y rebaba de ahogado;

las sirenas chillaron esa noche:
"¡Ya cálmense!", les gritó,
y navegó como dueño de sus sueños.
Brisas de yodo y sal
en la saliva.

IV. CRISTAL DEL SUEÑO
Afiebrada y delirante sobre el mostrador
la ciudad babea
entre náuseas de cerveza;

abismada de sí, flor ácida,
concéntrica llaga desangrada.

El olvido, remedio cuchillero
raspa con sueños de hielo
los agrios ojos de los vivos.

Instantes como vahídos,
rojas ráfagas en el cristal del sueño.

Ojos húmedos:
surtidores de luz,
líquidos de visiones.

V. ENDIMIÓN
Medusa: tu aliento fermentado
sobre el cristal del sueño
dibuja la luna brava,
y reposa sobre Endimión
como las promesas del mundo
sobre un adolescente tímido.

Desvelada ciudad:
me duelen tus mordeduras
de serpiente
tras los párpados.


SÉPTIMA ELEGÍA

1
No sonó el amor en tus oídos con llamada natural;
fue con remordimientos,
como si lo usurparas;
fue con una ansiedad patética.

Amaste como huyendo del desastre y del hastío,
como arrancándole una playa
al caos, a la desdicha.

Fue inquieto tu amor.
Tímido y asombrado en tus noches.

Como criminal velabas
la desesperación de tu deseo:
botín inseguro, confusión, equívoco:
apenas un esbozo
que ya estaba extinguiéndose.

Algo de crimen sentías en tu amor,
de asalto a un paraíso que no te estaba destinado;

como en un sarcasmo del sueño,
el amor te transformaba en un hombre lúcido y rotundo
que no podías ser tú;
te desconocías con humillación y vergüenza,
te sobrellevabas torpemente.

En espejos de delirios,
extraviado de ti,
fuiste preso de tu alta floración, de tu deseo.

2
Quien se interna en la ciudad encuentra los nervios grises;
la gente gris se refugia en destinos débiles, pardos;

la felicidad es una blasfemia
y el amor resplandeciente,
más que vida es destrucción: castigo.

Son como hermosos guerreros quienes exigen locura a los cuerpos,
se dan al amor como darse a la guerra,
y han de perecer o sobrevivir por el mundo
como lisiados de guerra.

Quien le arranca amor a la vida no podrá consolarse jamás;
nada nunca volverá a ser la vida;
y cuando el tiempo reste convicción a su deseo
y poco en sí mismo quede que desear,
andará por las calles como un fantasma patético
de batallas olvidadas y acaso falsas.

Ciego para la realidad, anda con los ojos rotos:
Hubo ángeles que lucharon con la luz
y resistieron; ángeles que se desangran ahora
con astillas de luz bajo los párpados.

3
En sus ojos asombrados florecía la desdicha
como un equivocado paraíso;

en el destello de sus ojos supondríase la trama
de un sueño claro y abundante;

a la orilla de la avenida, pero más allá,
por encima del mundo desengañado,
era un sobresalto, un lirio frutal
entre la fermentación de las aguas estancadas.

No quiero verlo abatirse.
Que no rebulla su corazón rebelde.
Que su rostro nostálgico no se convulsione.
Que no se derrumbe.
Que no quiera, en vano, atragantar su hosco lamento
que al fin desgarra y vomita.

Que no se fije en un perfil solitario, en una caída banal,
en un derrotado más del amontonadero.

En ti, muchacho, reverbera la noche eléctrica de la
avenida.
Levántate, satura afanosamente tus pulmones
de aire ennegrecido;
echa a andar,
piérdete sobre las claras bardas de la luna
donde tu sombra estirada y angulosa
borronea figuras quebrantadas,
siluetas instantáneas de agrio neón,
desportilladas cenizas de salitre.

Bajo la luna, en las bardas se alzan y abaten
las gesticulaciones espasmódicas
de los sueños de los hombres.

Chirria, nocturna, estéril
la brisa seca de la ciudad,
entre tanto deseo florecido,
labios difíciles de desengañar.



OCTAVA ELEGÍA

1.- EL SOLITARIO
Rojo animal, el solitario crepita
entre calles de cristal;
calles turbias de ciudades irreales.

Como un sueño sobresaltado
es su vigilia
(que nadie sueña).

¿Me sigo soñando yo
—se pregunta—
en mitad de este delirio
nebuloso?

Grises ráfagas de diesel
en las esquinas;
zombis bajo paraguas
cruzan.

(Quién fuera también rojo de raíz,
rojo de víscera,
rojo lleno de sí mismo,
rojo de vida sólida y enarbolada.)

Roja cola de fuego
—incendio equívoco—
entre reflejos de plomo.

2. EL POZO
A golpes de silencio sombrío barre la noche las esquinas.
Un viento sin voces. Un viento sin pasos.
Rumores de ceniza sobre el polvo.
Ecos de luna helada en los cristales.

Entonces un grito para romper el pozo.
Un regurgitar de gritos en el pozo.
Gritos que no salen, mandíbulas trabadas.
El espanto, el delirio atenazan la garganta.

No me sigan soñando.

Desde este lado del cristal espío.


3. AMANECER
Los pies dolorosos, los brazos torturados,
los ojos desollados, espuma de salmuera;
como peces lentísimos e impedidos,
atrapados en el amanecer como en un acuario;
nos ven indiferentes perdurar las estrellas lívidas,
nos ven bregar las casas, las tiendas y los coches;
al apagarse nos guiñan, burlescos, los neones del cabaret;
¡qué importamos!
Simplemente
la noche se desagua al amanecer:
y ahí vamos
—¡aguas!—,
sonámbulos lívidos,
sus desechos.



NOVENA ELEGÍA

1
Ciudad de México:
despanzurrado animal interminable,
vísceras de yeso,
colmillos de azotea,
garras eléctricas en tus avenidas,
guiños de sueños comerciales,
y en tus lodos como intestinos:
sueños de agua.

Fuiste agua, ciudad agua.
Sueños de agua en tus ojos celestiales.
Verde cielo rajado en tus tormentas.
"Agua sobre agua", hexagrama del fin:
tus ríos enterrados y entubados regresan,
violentos cauces espectrales.

Tus negras avenidas inundadas otra vez.
Desde abajo: lodo negro y borboteante,
drenajes como fuentes,
zahurdas surtidoras, atarjeas.

Azolvada agua de mierda,
cuando el cielo plomizo
azota sobre avenidas taponadas de automóviles
los negros aguaceros de julio.

2
Es un animal lastimoso la avenida
flotando el lomo contra el indigente o el solitario
irreales
congelados en el frío de la madrugada de una esquina,
lamiendo con lengua ácida
el perfil de un carro de basura.

Si alguien adoptara a la avenida,
si pudiera la avenida ir gruñendo a la gente,
gruñendo la avenida oronda
pero mueve que mueve la cola para el amo,
como la jauría astrosa y prepotente
que acompaña a cada barrendero y su carrito.

La avenida no camina:
se queda donde está,
prostituyéndose con desgana
según la tarifa que establezcan
sus patrulleros.

3
Ciudad de México:
tus calles a tus calles les responden:
—"Ya nada tiene sentido",
laberintos de yeso como escenografías amontonadas
de una carpa que ya quebró;

tus ventanas a tus ventanas les responden:
—"No me vengan con ésas";
la muchedumbre se encharca
y por estos fangos vecinales huele mal.

Tus tiendas a tus tiendas les responden:
—"¡Por aquí a veces pasa cada culo!",
y todos los gatos con nostalgia escondidos
entre antenas, tinacos y tanques de gas,
aúllan.

4
Lo que parece neblina biliosa es apenas
el podrido aliento de tantos deseos ocultos
que vienen humeando
—gasas amarillas, verdosas—,
por el culo, las orejas, la verga, la vagina, la nariz,
los honorables ciudadanos de carotas fastidiadas,
tan honorables.

¡Si se vieran! ¡Si se vieran!
Si voltearan tan solo a ver sus huellas
—gasas amarillas, biliosas— en el aire,
peor que escape de camiones viejos;

si vieran a los perros,
a los cerdos, a los gatitos compasivos,
cómo lamen sus manchones,
manchones de sueños chorreados antes de empezar,
flemazos laterales
tosidos o escupidos nomás porque sí
sobre quien sea,
nomás por chingar;

huellas de vida pantanosa, borroneada;
rencorosas antorchas lamentables,
humeando fuegos falsos,
cendales de tintorería.

5
En mitad de una larga cola
de ajados rostros impacientes,
casi fastidiados,
en la parada del camión,
¡quién sabe qué dorados sueños de abeja
sonríen en los ojos pequeñitos
de ese muchacho flaco y despeinado!

6
Ciudad matinal de los domingos,
cloroformizada y mojigata,
o más bien, muerta, embalsamada y exhibida,
con todos los maquillajes
del alto sol del domingo y sus jardines
sobre la plancha —el aparador—
de la agencia funeraria:
—"Se inhuman buenos deseos".
—"Se embalsaman buenas costumbres"...

Ciudad matinal: llamada a misa,
comercial de mermeladas,
te sabes bien la misma puta nocturna de los viernes,
pero ahora travestida con tobilleritas,
pero ahora con infantiles rizos y faldita blanca,
pero ahora saltando la cuerda
que mueven para ti,
conmovidísimos, edificantes,
los monaguillos de tu primera comunión.

7
Ciudad de México: entonces vi
tus chiclosos ojos de patrullero,
me vi en tus ojos duros y agudos de juez
o policía en la madrugada.

Ciudad apañón, Ciudad razzia, Ciudad Ministerio Público.

Me vi irreal e irredimible
dentro de tus ojos turbios.
Todo en mí era horror y caos
ante tus ojos semipodridos de reglamento:
¿qué te podría decir?
¿Cómo empezar? ¿Cómo replicarle al Gran Poder?

Ciudad Apañón, Ciudad Razzia, Ciudad Ministerio Público.

Aquí sólo se dice,
pero se dice a todas horas,
pero se dice en todas partes
—"¡Aguas con la tira!"...

Frente a tus jueces y policías
toda persona es un error
y todo acto un delito.
¿Cómo disculparse de vivir aquí?

Veo a unos adolescentes borrachísimos
discutiendo con los patrulleros:
balbucen disculpas y sobornos;
se quedan con la cartera y el alma saqueados
en mitad del eje vial,
pero como violados y aliviados
de que se les perdonara la vida por un cien mil;

el mundo irreal en torno
escuchó sus gritos de ultraje, cólera, alivio...

8
Caminante de la Ciudad de México:
A pesar de todo, tenazmente, persistes.



DÉCIMA ELEGÍA

This is no place
The time is not now.
If you continue on this road
you won't get anywhere

PAUL GOODMAN


Ya en la abierta madrugada, P. caminaba con pasos estudiadamente despreocupados entre las húmedas sombras del parque, a la vez que de reojo echaba instantáneas miradas hacia las esquinas de los andadores, las bancas, o los lugares de donde súbitamente pareciera provenir algún crujido, buscando el amor —o al menos el peligro, o la tensión, o la aventura—; casi nunca los había, pero ahí era más probable que ocurrieran que en las zonas plenariamente domesticadas de la ciudad: el magma hostil de los negocios y las familias le resultaba más desolado y agresivo que esta arisca humedad de sombras vacías en la abierta madrugada, donde efectivamente ocurría alguna vez el cuento de hadas de un encuentro instantáneo y pleno, casi más capaz de ser recordado que vivido.
Cuando los jóvenes ángeles —porque hay los angelotes viejos, whitmaneanos o falstaffianos, de entrecanas melenas y manos sarmentosas o regordetas, ojos rapidísimos y perversonas sonrisas patriarcales— se desesperan en la esterilidad de los mostradores, de las ventanillas de casa de cambio, de las aulas universitarias, de la cocina integral de mamá con la TV puesta desde la mañana, ah, entonces huyen adonde sea, incluso a las abiertas madrugadas de los parques.
P. había llevado en una libreta algún tipo de estadística: un encuentro jubiloso por cada 30 ó 40 jornadas de búsqueda. Había abrazado con más temor que excitación —con excitación multiplicada—, besado con fríos y prisas tan ajenos a toda costumbre —claro, esto antes de que el beso en los parques se le hiciera costumbre— que esos encuentros le parecían más importantes y duraderos que muchas especiosas rutinas de su vida; había hecho el amor torpe, estorbosa, anónimamente, para separarse poco después casi sin volver la mirada, y quedarse de pie —más lleno de carne y de amor, más existente que nunca—, dejando desvanecer las figuras de su sueño, para quedarse con el sueño de sí, la cálida certeza de haber sido besado, rozado, bendecido por algún ángel o fantasma.
Pero las más de las veces, no ocurrían los encuentros ensoñados. Ni mucho menos. Entonces la desolación de la espesa ciudad de casas y tiendas (casa-tienda-oficina-semáforo-casa-tienda-oficina-semáforo) se resaltaba en los parques, bajo la luz patibularia de los arbotantes que iluminaban para nadie o únicamente para la policía. Como un ahorcado, el arbotante dejaba colgar su sombra desmelenada en el asfalto de la avenida funeraria.
Entonces P. hubiera querido siquiera entrever ese ángel o fantasma que lo besaría, sospecharlo siquiera en las sombras de las bancas bajo los faroles —sombras de arbustos, de postes, de matorrales que de pronto con tanto prodigio como precisión adquirían perfiles de fantasmas que avanzaban, y P. tenía que frotarse los ojos para aceptar que no había visto a nadie, que había sido tan solo un poco de sombra con viento.
En las abiertas madrugadas de los parques las sombras se agitan y mueven con un como crepitar de pasos nerviosos sobre hojarasca, y es difícil estar plenamente seguro de que uno mismo —ahí, entonces— es algo más de un simple juego del viento con las sombras: un deseo aislado y solitario en mitad de una escena desierta, sobre la que todos los delirios pueden ser escritos para que nadie llegue jamás a escucharlos. Puros arabescos de los matorrales en el pozo del silencio.
Sin embargo, P. constata que aquí, cerca de esta banca, no hay nadie; sólo pudo ser esta rama con su poquito de luna todo lo que la noche tuvo para él de las sirenas y sus llamados.
P. se sentó en la banca donde no había nadie y trató de relajarse. ¡Es tan tieso y pesado el porte de dandy o de "guerrero" con que se sale a cazar ángeles y fantasmas! Y tan extenuante el apego a los sueños despiertos en la madrugada, tan fatigoso, con frecuencia tan desolador, que más le valía calmar su tensión, su aprehensión, su esperanza —dar reposo a sus sentidos aguzados.
Se sintió de pronto tristísimo, esa tristeza muy honda y casi gratuita, tan conocida por los buscadores del deseo: muchas veces de lo que huía era sobre todo de esa fatigadísima tristeza de confirmarse como un deseo inexistente, un contorno de vaho sobre un cristal que no ha existido más que para sí mismo.
P. se descubre casi inverosímil: le cuesta mucho trabajo y mucha concentración creer en sí mismo a estas alturas de la madrugada. "La destrucción o el amor", gritó Vicente Aleixandre en 1935. P. casi se siente a punto de esa apuesta final, y de forzar alguno de esos encuentros violentos de que al día siguiente, con sordidez, darán cuenta los periódicos: el final de los ángeles es un más allá de la muerte: es la cloaca y la zahurda de la ciudad: ¿qué hay en esta ciudad —se pregunta P. en la hora de las respuestas redondas a las preguntas abreviadas— que no sea cloaca ni zahurda? Calma, se dijo. Y extrajo de su bolsillo, como una esperanza blanca y sólida, un mesiánico cigarrito.

***
P. tiró el cigarrillo apenas comenzado y se levantó de prisa: en cualquier rincón, incluso en alguno muy cercano, podía estarlo esperando la coartada de su propia esperanza, el fantasma de su propio deseo. Había que ir rápidamente a su encuentro. ¿O más bien, poniéndose exigente —uno debe ser muy exigente con los sueños, ¿pues qué se creen? ¡A sudar, cabrones!—, esperar ahí mismo?... porque en esto de los laberintos a uno lo buscan precisamente en el momento en que se ausenta en pos del buscador. (¿Paul Léautaud: el verdadero amor siempre llega a domicilio?). O forzar más al destino, y esperar el resto de la madrugada en el lugar más secreto, aun en el más inaccesible, total ¿qué va de imposibilidad a imposibilidad?
Para P., rodeado de un súbito silencio absoluto, en medio de la nada, todo se vuelve al mismo tiempo imposible o posible. Adiós a las fronteras de la realidad y de la verosimilitud. Todo es ya igualmente ambiguo y nocturno. En el Reino-del-No-todo-es-lo-mismo. Cualquier cosa puede ocurrir donde está prescrito que absolutamente nada ocurra.
Pero P. sabe que cuenta con algo contra la noche planetaria y hosca: el rumor de su sangre contra los muros de su piel, cada vez más frágiles; un rostro congelado que nadie está viendo, que la luna dibuja con claroscuros expresionistas; un cuerpo tenso que es una ilusión óptica más —bajo los arbotantes— entre los rejuegos del viento con las sombras vegetales. ¿Otra sombra ahorcada, deshilachada, que cuelga del arbotante?
Por lo demás, en una vulgar sociedad de prohibiciones, donde ya todo es imposible, todos los imposibles quedan en el mismo nivel de posibilidad, y empiezan a hacerse bien probablitos muchos imposibilísimos.
P. duda de pie en la negrura vacía, entre informes masas vegetales: ahí espera el amor o la destrucción: ¿o? ¿y?; a estas alturas ya no importa: el amor es la destrucción, el sueño es el peligro; y en torno suyo, a escasos metros del negruzco borrón del parque en el iluminado horizonte de rascacielos de la ciudad, ¡cómo se exaltan las calles iluminadas llenas de grandes anuncios comerciales y bancarios!, ¡con qué tranquilidad reposan oscurísimas todas las ventanas de todas las pardas unidades habitacionales! ¿Esto es la paz? Esto es la paz. ¿Esto es la civilización? Sí, esto es la civilización. Y un grito de ebrio —y todos los adolescentes lo imitan en su primera borrachera— se erige en un gran paraíso anarquista:
—¡Me lleeeeeeva la chingaaaaadaa!
La frecuentación de los pensamientos fríos, como los asomos al abismo, templan los nervios. Otro evangélico cigarrillo y una última vuelta al escenario lunar, casi museográfico, del parque funerario.
Ya puedes, P., pastorear tus pensamientos: el bravo vino del deseo sin sentimentalismos ni domesticaciones; la instantánea floración del amor cuando aún tiene todas sus frescas promesas, y no la confección de promesas de plástico, tela o paspartú para la foto de bodas en la sala; el reto de desear las flores bravas, con peligro y con olvido; el amor en el misterio, antes de echarlo a perder con adornos rosas y sentimientitos de dibujos animados; en una sola frase: el deseo dorado en su momento de oro y sin pensar en otra cosa.
Un deseo pleno en un mundo vacío, como la borrosa luna en el estanque negrísimo del parque. Que la figura de mi deseo, quiere P., no se me vuelva un maniquí tan real, tan posible, tan civilizado, tan católico, tan... como las novias, los compadres, los parientes, los primos.
Que no se vuelva como yo, piensa finalmente P., al decidir que ya es demasiado tarde: hay que llegar por fin a casa, hay que al menos engañar un poco al sueño, hay que ponerse el traje para ir al trabajo. Estas horas del fantasma o del ángel lunático en parques desiertos son toda el alma del robotizado maniquí —tan sonriente, tan buena-persona— del que hablan la nómina, el censo, el registro fiscal, la...
A veces la noche pródiga obsequiaba a P. el amor inesperadamente. Los papeles se invertían: P. resultaba la promesa —el fantasma, el llamado, la sirena, el ángel— de un Otro.
Alguien lo hallaba —alguien como naturalmente hecho para hallarlo—, y él gozaba la plenitud de ser por una hora el ángel misterioso, el fantasma pleno del Otro.
Y al hacer el amor (cuando realmente el sexo se volvía tan diestro y acoplado como el amor), P. se sentía realmente existente y digno de existir, se transformaba en una criatura exultante, en un hombre hermoso y frutal, ya diverso del muchacho tenso y melancólico de facciones demasiado correctas y menos de hombre que de un niño muy crecido. El amor le daba entonces —a oscuras— un resplandor animal a su perfil cotidiano casi inocente, casi convencional.
Sólo en estos momentos subterráneos —y sólo pueden testimoniarlo esos compañeros subterráneos—, P. resplandeció con una expresión de felicidad vigorosa, casi ruda, en episodios fugitivos de amor —escondido, tímido, atrevido, triunfante— en dinteles, tinacos y zahuanes; en calles sucias y hoteles sin desagüe; una expresión de felicidad conquistada, casi arrancada, a la parda y atolera Unidad-Habitacional-Cívico-Católica del Distrito Federal. que habría escandalizado a la Ciudad-Horas-Hábiles que lo conoce, a los parientes y compañeros y vecinos y amigos... a algunos de los cuales, por lo demás, los habría atraído mucho más que su diurna domesticación tan profusamente documentada.
¡Si a sí mismo, de traje y con sonrisa para el cliente, ya no se soporta desde las 11 a.m.! Si ya desde entonces está esperando la madrugada.
Pero en los parques del deseo, P. jugaba no a ser un yo mejorado, sino a encarnar a alguien diferente: nombre falso, ocupación falsa, conversación fingida, que se acababa cuando la madrugada acababa, y no volvía a tener más oportunidad sobre la tierra.
Los ángeles y los fantasmas de los parques desaparecían también de su vida, no sin dejarle la huella de haberse acercado a la fuga y a la bravura, de haberse asomado a ojos decididos, de haber planeado sobre su vida diaria como un ángel de juego de azar, una sirena o quimera de alucinación, un fantasma del destino...
Y en momentos radicales, P. supo también que en esto de enfrentar el deseo a los abismos, no hay mejores parques en México, sobre todo en las madrugadas, que los que nada tienen de vegetales: los vacíos de urbanismo violento, los parques erróneos —tiza, polvo, tierra, hierbajos, cemento— de rinconcillos de viaductos y periféricos y ejes viales, las barrancas y lomas semiurbanizadas, las largas alambradas de bodegas y plantas industriales y pasos a desnivel: ahí hay huecos para los sueños, y al terminar la madrugada, P. supo alguna vez que dejó en esa ciudad-barda, en esa ciudad-muro, en esa ciudad-lote-baldío, una huella escrita, un letrero bravucón, obsceno o absurdo, en memoria o rastro de su deseo.
La madrugada se puebla de letreros en muros que iluminan, como si no vieran, los fogonazos de los sonámbulos automóviles.
Cuando a P. le sospechen una borrachera común, una parranda vulgar, ¿sabrán sus compañeros diurnos que una efectiva razón de vivir ha sido la de probarse uno mismo en la línea de fuego de sus sueños: la de ponerse en peligro: la de buscarle a la vida todas las salidas —sobre todo las que no tiene—; la de tratar de forzar todas las negaciones y todas las prohibiciones?
La mañana encontraba a P. realmente cansado, como si realmente existiese. Realmente había existido.
Eso al menos recuerda P. de sus veinticinco años, cuando le preguntaban qué era lo que lo hacía tan fresco o tan vital, tan entusiasta y apasionado: lo que le daba tantos estímulos para vivir, ¿era acaso Dios? ¿era la ambición? ¿era el dinero?

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